17.12.14

EL HOMBRE Y LA MUJER - PAULO FREIRE



Ante todo, no es posible ejercer la tarea educativa sin preguntarnos, como educadores y educadora, cuál es nuestra concepción del hombre y de la mujer. Toda práctica educativa implica esta indagación: qué pienso de mí mismo y de los otros. Hace tiempo, en Pedagogía del oprimido, analicé lo que ahí se denominaba la búsqueda del ser más. En ese libro definí al hombre y a la mujer como seres históricos que se hacen y se rehacen socialmente. Es la experiencia social la que en última instancia nos hace, la que nos constituye como estamos siendo. Me gustaría insistir en este punto: Los hombres y mujeres, en cuanto seres históricos, somos seres incompletos, inacabados o inconclusos. La inconclusión del ser no es, sin embargo, exclusiva de la especie humana ya que abarca también a cada especie vital. El mundo de la vida es un mundo permanentemente inacabado, en movimiento. Sin embargo, en un momento particular de nuestra experiencia histórica, nosotros, mujeres y hombres, conseguimos hacer de nuestra existencia algo más que meramente vivir. En cierto sentido, los hombres y mujeres inventamos lo que llamamos la “existencia humana”; nos pusimos de pie y liberamos las manos; la liberación de las manos es en gran parte responsable de lo que somos. La invención de nosotros mismo como hombres y mujeres fue posible gracias a que liberamos las manos para usarlas en otras cosas. No tenemos fecha de ese evento que se pierde en el fondo de la historia. Hicimos esa cosa maravillosa que fue la invención de la sociedad y la producción del lenguaje. Y fue ahí, en ese preciso momento, en medio de ese y otros “saltos” que dimos, que mujeres y hombres alcanzamos esa instancia formidable que fue comprender que somos incompletos. Los árboles o los otros animales también son incompletos, pero no tienen conciencia de ello. Los seres humanos ganamos en esto: sabemos que somos inacabados. Y es precisamente ahí, en esta radicalidad de la experiencia humana que reside la posibilidad de la educación. La conciencia del inacabamiento creó lo que llamamos la “educabilidad del ser”La educación es entonces una especificidad humana.


Este inacabamiento consciente de sí es el que nos va a permitir percibir el no yo. El mundo es el primer no yo. Tú, por ejemplo, eres un no yo de mí. Y la presencia del mundo natural, en tanto no yo, va a actuar como un estímulo para desarrollar el yo. En ese sentido, es la conciencia del mundo la que crea mi conciencia. Conozco lo diferente de mí y en ese acto me reconozco. Obviamente, las relaciones que empezaron a establecerse entre el nosotros y la realidad objetiva abrieron una serie de interrogantes, y esos interrogantes llevaron a una búsqueda, a un intento de comprender el mundo y entender nuestra posición en él. Es en ese sentido que yo uso la expresión “lectura del mundo” como instancia precedente a la lectura de las palabras. Muchos siglos antes de saber leer y escribir, los hombres y las mujeres han estado inteligiendo el mundo, captándolo, comprendiéndolo, “leyéndolo”. Esa capacidad de captar la objetividad del mundo proviene de una característica  de la experiencia vital que nosotros llamamos “curiosidad”. Si no fuera por la curiosidad, por ejemplo, no estaríamos hoy aquí. La curiosidad es, junto con la conciencia del inacabamiento, el motor esencial del conocimiento. Si no fuera por la curiosidad no conoceríamos. La curiosidad nos empuja, nos motiva, nos lleva a develar la realidad a través de la acción. Curiosidad y acción se relacionan y producen diferentes momentos o niveles de curiosidad. Lo que procuro decir es que, en determinado momento, empujados por su propia curiosidad, el hombre y la mujer en proceso, en desarrollo, se reconocieron inacabados, y la primera consecuencia de ello es el ser que se sabe inacabado entre en un permanente proceso de búsqueda.  Yo soy inacabado, el árbol también lo es, pero yo soy más inacabado que el árbol porque lo sé. Como consecuencia casi inevitable de saber que soy inacabado, me inserto en un movimiento constante de búsqueda, no de búsqueda puntual de esto o aquello, sino de búsqueda absoluta, que puede llevarme a la búsqueda de mi propio origen, que a la vez me puede conducir  a una búsqueda de lo trascendente, a la búsqueda religiosa, que es tan legítima como la no religiosa. Si hay algo que contraría la naturaleza del ser humano, ese algo es la no búsqueda y, por lo tanto, la inmovilidad. Cuando digo inmovilidad me refiero a la inmovilidad que hay en la movilidad. Uno puede ser profundamente móvil y dinámico aun estando  físicamente inmóvil, y a la inversa. De manera que cuando hablo de esto no hablo de la movilidad o inmovilidad física, hablo de la búsqueda intelectual, de mi curiosidad en torno de algo, del hecho de que pueda buscar aun cuando no encuentre. Por ejemplo, puedo pasarme la vida en búsquedas que aparentemente no resultan gran cosa y sin embargo del hecho de buscar resulta fundamental para mi naturaleza de ser buscador. Ahora bien, no hay búsqueda sin esperanza, y no la hay porque la condición del buscar del ser humano es hacerlo con esperanza. Buscar sin esperanza sería una enorme contradicción. Por esta razón, la presencia de ustedes en el mundo, la mía, es una presencia de quienes andan en el mundo y no de quienes simplemente están. Y no es posible andar sin esperanza de llegar. Por eso no es posible concebir un luchador desesperanzado. Lo que sí podemos concebir son momentos de desesperanza. Durante el proceso de búsqueda hay momentos en que uno se detiene y se dice a sí mismo: no hay nada que hacer. Esto es comprensible, entiendo que se caiga en esta posición. Lo que no comparto es que se permanezca en esa posición. Sería como una traición a nuestra propia naturaleza esperanzada y buscadora. 


Fragmento extraído del libro "EL GRITO MANSO"

12.12.14

LA VIRGEN - MARÍA DE NAZARETH

Eso está muy claro para la comunidad: que María es la madre de Jesús de Nazaret, y que este Jesús, y no otro, es el Hijo de Dios que se hizo hombre en María.
Para los primeros cristianos, Dios Padre, por medio del ángel Gabriel, anunció a María, una jovencita en Nazaret, que iba a ser la Madre de su Hijo.
Se presentó Gabriel a María y le dijo:
"Alégrate tú, la Amada y favorecida, el Señor está contigo. Ella se turbó al oír esta palabras, preguntándose qué saludo era aquel. El ángel le dijo: Tranquilízate, María, que Dios te ha concedido su favor. Pues, mira, vas a concebir, darás a luz un hijo y le pondrás de nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo y el Señor Dios le dará el trono de David su antepasado;.." Lc 1, 28-32.
Dios fue enteramente libre para escoger a la madre de su Hijo. ¿A qué María escoge Dios, de entre tantas mujeres, para Madre de su Hijo hecho hombre? ¿A qué "señora" elige?
A UNA MUJER JUDIA. María pertenece al pueblo judío, un pueblo pequeño, entonces pobre, colonizado y ocupado militarmente por el Imperio Romano (Lc. 2,1-7).
María es de una región, Galilea, despreciada por los de la capital (Jn. 7,52), de un pueblito del que se dice "¿De Nazaret puede salir algo bueno?" (Jn. 3,46)
A UNA MUJER POBRE. Esta es la realidad. Dios no escoge a una princesa, a una persona importante, Lo podía hacer. Pero María ni siquiera es la prometida de un sacerdote judío (y había 7.200 en aquella nación tan pequeña), ni de un doctor (escriba), ni siquiera de un piadoso fariseo. Mucho menos es la mujer de un hacendado, ganadero o comerciante judío. De una mujer pobre nació el Hijo de Dios en la tierra.
A UNA MUJER DEL PUEBLO. La madre de Dios es María de Nazaret, un pueblecito pequeño, más bien caserío. Es una mujer campesina. Como su hijo Jesús "el de Nazaret" (Cf. 1,45-46), nació y vivió pobre en medio de su pueblo.
Da a luz a su hijo en un establo y no tiene otra cuna para él que un pesebre de animales (Lc. 2,7-19).
Cuando su esposo José lo lleva por primera vez al templo, presentan la ofrenda de los pobres (Lc. 2,34; cfr. Lv.12,8).
María y José no tenían plata para dar estudios a Jesús:
"Los dirigentes judíos se preguntaban extrañados ¿cómo sabe éste tanto si no ha estudiado?" (Jn. 7,15)
Cuando Jesús vuelve a Nazaret, donde se había criado, como profeta que dice y hace cosas maravillosas, lo desprecian por ser hijo de una pobre mujer de pueblo: "El hijo de María" (Mc. 6,1-6).

Por supuesto que María era consciente de ser una mujer pobre, del pueblo, y lo aceptó, y lo quiso, y dio gracias por el hecho de que ella, siendo pobre y del pueblo, fuese la favorecida por Dios:
"Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador, porque se ha fijado en su humilde esclava" (Lc. 1,46-48-49)
El buen hijo no se avergüenza de su madre. Dios, Jesús, no se avergüenza de María de Nazaret. ¿Y nosotros nos vamos a avergonzar de ella cubriéndola con galas que no van con una mujer del pueblo, con una mujer pobre? Dios la quiso con otras "prendas".
María de Nazaret, la única Virgen María que existe, no es un ídolo extraño, de otro mundo, con afeites, enjoyado, arrancada del pueblo, apartada, y sentada e identificada con los poderosos. Así no la quiso Dios. El único Dios vivo y verdadero, el Dios de Jesús, quiso y buscó a la madre de su hijo donde mejor, según El, podía estar al alcance de todos y ser buscada: en el pueblo pobre y humillado, donde todos, pobres y ricos, podían fácilmente encontrarla. Porque así es Dios.

El pueblo, la comunidad que es también popular, formada por gente del pueblo (1 Cor. 1,26-31), sabe que Dios escogió a María, mujer pobre y sencilla, para que naciese su Hijo en la tierra: ella es de los suyos, del pueblo. Y, precisamente por eso, de todos
Cuando la Virgen se ha querido mostrar a sus hijos (Guadalupe, Chiquinquirá, Coromoto, Lourdes, Fátima…), no ha acudido a Obispos, a hombres poderosos… Y ella no ha querido tener su casa entre los ricos (Guadalupe…) Esto también lo sabe el pueblo.

Y es por todo esto por lo que la Virgen María da tanta confianza al pobre para expresar sus penas y sus alegrías. Porque sabe que es de los suyos, que es suya, que está con él, siempre a su favor. Todo le puede fallar. Pero ella pobre y el Dios de ella, el de los pobres, no le van a fallar nunca.
El que quiera de veras a María de Nazaret, y al Dios de María y de Jesús, no puede ni debe amargar la vida al pueblo, le tiene que querer bien y solidarizarse con él, como Dios, como Jesús de Nazaret, como María (Lc. 1,51-55; Mt. 25,53-40)

María de Nazaret es una mujer judía. Entonces los judíos estaban sometidos económica y militarmente a los romanos: "opresores".
En aquella sociedad patriarcal judía, la mujer era "oprimida entre los oprimidos": en todo era inferior al varón.
Las hijas no tenían los mismos derechos que sus hermanos varones, pero sí los mismos deberes.
La joven pasaba del poder del padre, que la podía casar con quien él quisiera, al poder del esposo como objeto para su placer, como instrumento de fecundidad para la familia. El marido tenía el derecho de repudiar a su esposa. A ella sólo se le reconocía el deber de aguantarle todo. La mujer, soltera o esposa, se pasaba la vida siempre obedeciendo, siempre sirviendo.
La mujer (niña, joven, adulta) no podía estudiar, ser discípula, participar en la vida pública. Impensable que una mujer pudiera ocupar algún cargo o función pública. Ni siquiera tenía derecho a ser testigo en los tribunales.
En lo religioso, la mujer estaba equiparada a los esclavos (paganos) y niños (menores).
No se le tenía en cuenta ni en el templo, ni en el culto, ni en la sinagoga. Impensable que una mujer leyese la Biblia en la sinagoga.
¿Sería por esto que el judío varón diariamente alababa y daba gracias a Dios porque "no me hiciste mujer"?
María, mujer judía, era, como todas las mujeres judías pobres, "oprimida entre los oprimidos". 

María de Nazaret, la Virgen María, por gracia de Dios, "ha sido preservada de la herencia del pecado original" (Juan Pablo II, "La Madre del Redentor", 10). Pero eso no quiere decir en modo alguno, que no haya tenido tentaciones, pruebas, sufrimientos. Todo eso lo tuvo, pero también, con la gracia de Dios, libremente, con valiente y perseverante decisión humana, lo superó y venció en la lucha de la vida diaria. "Ella, que pertenece a los humildes y pobres del Señor", respondió a Dios "con todo su yo humano, femenino", situada en el centro mismo de aquella enemistad, de aquella lucha que acompaña la historia de la humanidad en la tierra (Juan Pablo II, "La Madre del Redentor", 11,13). La Virgen María tiene su historia en la María de Nazaret de los Evangelios.

Lo que Dios le propone depende de su libre consentimiento. Dios no la obliga. Y es para las inmediatas.
María entiende bien y responde como cualquier muchacha honesta en las misma circunstancias: "¿Cómo sucederá eso si no vivo con un hombre?" (Lc. 1,14). Así manifiesta su condición de Virgen. María ni convive, ni ha vivido con un hombre; ni "conoce", ni ha conocido varón.
En ese momento María no es más que la prometida de José (lee Mt. 1,18). Y como tal no podía (no era honesto ni era costumbre) tener relaciones matrimoniales con él. Los novios, prometidos oficialmente, eran considerados jurídicamente como esposos, pero durante el año que duraban como "prometidos", hasta el día en que la prometida-esposa era conducida de la casa de sus padres a la casa de su prometido-esposo, les estaba prohibido tener vida marital; ni siquiera podían verse si no era con testigos presenciales.


La solidaridad lleva a Dios a hacerse hombre en Jesús de Nazaret. Jesús es el Dios solidario y, por eso, liberador del mal que pesa sobre la vida del hombre bajo diversas formas y medidas (Lc. 4,19;7,22). Esa solidaridad liberadora del Dios de la vida, lleva a Jesús a la pasión y a la cruz. Sus parientes que querían que Jesús fuese a Jerusalén, para ganar en prestigio, no dieron la cara por él (lee Jn. 7,2-4). Los apóstoles que aspiraban a los primeros puestos (lee Mc. 8,31-33; 9,30-35; 10,35-40) lo dejaron solo (lee Mc. 14,50).
María que había aceptado plenamente en su corazón y en su vida al Dios solidario y salvador, está junto a la cruz donde agoniza su hijo, preso por causa de la justicia, torturado, condenado (Jn. 19,25-27). Es la Dolorosa ("a tí una espada te traspasará el corazón" Lc.2,35), la madre que da la cara, silenciosa, digna, participando en el amor redentor (liberador)


Al pie de la cruz, María:
Acepta la voluntad del Padre y entrega a su hijo, Jesús.
En su lugar acoge como hijos, con el mismo derroche de misericordia y ternura a todos los hombres pecadores que Jesús le presenta. En adelante, todos y cada uno de ellos serán su hijo, lo mismo que Jesús.
Cuando Jesús desde la Cruz dice: "Mujer, mira a tu hijo", tiene ante El a una persona concreta: el "discípulo a quien él quería" (Jn. 19,26).
Ese discípulo representa, como hemos dicho antes, a todos y a cada uno de los hombres.
Y más particularmente a los discípulos de Jesús, a sus seguidores, a los cristianos.
Es un discípulo sin nombre, porque Jesús, de su parte, los quiere a todos (Jn. 13,1; 15,13-15).
Por eso, todos y cada uno de los cristianos podemos decir con San Estanislao de Kostka: "La Madre de Dios es mi madre".
¿También los "malos" cristianos, los "pecadores"?
No sólo también, sino sobre todo ellos:
El Dios-Padre de Jesús, ¿No es el "que hace salir el sol sobre malos y buenos y manda la lluvia sobre justos e injustos" (Mt. 5.45). ¿No es María la madre de Jesús de Nazaret, el que afirma "no he venido a invitar a justos, sino a pecadores"? (Mt. 9,13).


Fragmento del texto "La VIrgen María es María de Nazareth" 
escrito por el Padre Félix Moracho, S.J.
Adaptado al blog.

22.10.14

DIGNIDAD HUMANA



Vivimos unos tiempos en los que la defensa de los derechos humanos y su fundamentación tienen un papel capital en el pensamiento antropológico y político. Pero junto a esos intentos, nos tropezamos también con un hecho: la violación de los derechos más inarrebatables del hombre es un dato cotidiano en nuestro mundo. La dignidad de la persona está puesta en entredicho en la práctica en unas proporciones difícilmente imaginables. Por eso, la comprensión de la dignidad de la persona debe concretarse no sólo en la formulación teórica de los /derechos humanos, sino también en la actualización práxica de esos derechos en todos y en cada uno de los hombres, pues la dignidad humana no tiene como término el orden de lo teórico sino el de lo real, pues la persona no es una idea abstracta sino un ser encarnado. Por otra parte, se dice y se escribe con frecuencia que la persona es un valor fundamental y que tiene una dignidad propia irrenunciable.
Pero cuando sostenemos eso podemos propiciar una cierta confusión, consistente en pensar que existen muchos valores y que uno de ellos es la persona, esto es, un valor junto o al lado de otros valores. Como mucho se dirá -con Max Scheler-, que la persona es el valor fundamental, el protovalor. No negamos que la persona sea considerada como primer valor en el orden de lo creado. Pero parece conveniente distinguir entre unos valores que son siempre abstractos y la dignidad que posee la persona concreta, de carne y hueso. En efecto, desde una perspectiva no maniquea de la materia, también los animales y las cosas del mundo son dignas. Pero la dignidad de la persona, animales y la de las cosas no tiene el mismo valor, no son magnitudes ontológicamente sinérgicas. Por eso aquí debemos plantear la asimetría que existe entre la dignidad de la persona y la del resto de entes existentes, para, en segundo lugar, ensayar un intento de formulación de la dignidad de la persona de forma incondicionada y absoluta.
Pues bien, la dignidad de la persona sólo puede fundarse, o bien desde una perspectiva teológica, o bien desde una consideración exclusivamente humana, atendiendo a su realidad propia, natural, al margen de su fundamentación incondicionada última en la dignidad conferida por Dios al hombre, que le otorga su ser persona, en tanto que convocado a participar de su naturaleza divina, tal como se afirma en el cristianismo. Desde esta perspectiva, santo Tomás de Aquino sostenía que «la persona significa lo más perfecto que hay» en toda la naturaleza. Y con anterioridad san Agustín afirmó que «Dios, sabio creador y justo ordenador de todas las naturalezas, concedió al hombre la máxima dignidad entre los seres de la tierra» . De esta forma, la fundamentación absoluta e incondicionada de la dignidad de la persona humana en el cristianismo cobra su basamento en la dignidad otorgada al ser humano por Dios. Si se prescinde de esta fundamentación última, divina, de la dignidad de la persona, difícilmente se hallará un imperativo auténticamente categórico y absolutamente incondicionado en el reino de lo absolutamente relativo. En efecto, pensamos que la consideración del hombre como fin y no como medio, que propugna el supuesto imperativo categórico de Immanuel Kant, se convertiría en un imperativo hipotético, condicionado, que permitiría utilizar al ser humano como medio, si no se sustentara esa imperatividad en la instancia superior que constituye la dignidad del hombre como la más sublime creatura de Dios, y llamado por este a su amistad y a la participación de su propia naturaleza en la filiación adoptiva. Por eso, con la aparición del cristianismo se produjo una revolución histórica sin precedentes, al sostener la igualdad por naturaleza de todos los hombres, con su dignidad constitutiva, y ello basado en la afirmación del hecho más extraordinario acontecido en la historia: la encarnación de Cristo, Dios mismo hecho hombre, que eleva al hombre a una dimensión inaudita. El valor supremo (la dignidad) de la persona humana y la afirmación de la /fraternidad universal son las grandes afirmaciones del cristianismo sobre el hombre.
Ningún Estado, ninguna sociedad, ninguna comunidad de comunicación lingüística, etc. -y por supuesto, ninguna persona individual- pueden establecer nada que sea contrario a la dignidad de la persona. Y finalmente, la persona no es digna porque deba ser tratada como fin en sí como afirmaba Kant y otros muchos pensadores, sino que ocurre exactamente al contrario: por ser digna, debemos considerarla y tratarla como fin en sí y como ininstrumentalizable. Y ello es debido a que ser digno y ser fin en sí no son exactamente sinónimos; toda persona es fin en sí, pero no se es persona (dignidad) por ser tratado como fin en sí, sino que debemos tratarnos a nosotros y a los demás como fines en sí porque somos personas, seres dignos en sí.
Extraído del texto de M. Moreno Villa
Adaptado por Roberto J. Prieto

EL BIEN COMÚN



Todas las grandes ciencias comparten un interés en las precondiciones necesarias para obtener un cierto fin social que es percibido como deseable. Consecuentemente el concepto de bien común contiene diferente elementos o puede ser estudiado desde diferentes perspectivas. Por ejemplo: la riqueza general del bien común económico.  El bienestar común o público de la ciencia política. Y el “Bonun commune” de la tradición europea filosófica o cristiana. 
 
Aspecto económico: (la riqueza común)
Desde el punto de vista económico general el concepto admite varios posibles significados. Por ejemplo, se puede aplicar a aquel bien que pertenece o es de usufructo a una comunidad o la sociedad en su conjunto. En el primer sentido de su acepción -bien común como propiedad común- es la acepción tradicional o clásica del término. Este significado se remonta a la antigüedad, y se diferenciaba a su vez en dos grandes sectores: la propiedad comunal, como tal y la (propiedad estatal o pública).
Algunos de los clásicos de la economía política percibían la evolución de las relaciones o sistemas de producción como llevando inevitablemente hacia la propiedad común de los mismos.  Esa visión influyó fuertemente la de algunos economistas pero gozó de poca aplicación en la economía de los países occidentales durante buena parte del siglo XX. Sin embargo, en la actualidad ha habido una revitalización del interés en este aspecto del concepto, especialmente en la propiedad comunal a diferencia de la estatal o pública.
La segunda acepción es el bien común como aquel que es de usufructo o consumo común,- deriva de una sugerencia de Paul Samuelson (economista estadounidense) acerca de los bienes públicos, que serían aquellos bienes cuyo consumo por un individuo no disminuye su disponibilidad para otros.
El concepto también se puede referir a algo así como la conveniencia económica -o bienestar socio-económico- general de una sociedad o comunidad o la situación que maximiza la suma del beneficio o utilidad de todos y cada uno de los individuos.
Desde este punto de vista el concepto puede ser entendido como utilitario o instrumental: la riqueza provee las bases prácticas para que los individuos puedan lograr su perfección tal como ellos la entienden. Esa perfección no es cuestión que otros puedan definir, pero sin esa base material, los individuos no están en condiciones de perseguir su propio mejoramiento (ver, por ejemplo: Pirámide de Maslow -psicológo estadounidense).
Si entendemos entonces el bien común como la condición material (la riqueza general) que permite ese desarrollo, encontramos que, como última acepción la economía moderna ofrece una definición formal de bien común y dice: es la suma cuantitativa de las utilidades de los miembros de una sociedad (el público) pero con el agregado de una condición fundamental; esa riqueza común debe incluir a todos, sin bienestar de todos los individuos, no puede haber bienestar general .

Aspecto social: (el bienestar común)
El interés desde este punto de vista no se centra en individuos sino en comunidades o sociedades. En las palabras de Simón Bolívar: “Son derechos del hombre: la libertad, la seguridad, la prosperidad, la salud, la educación, la vivienda digna, la igualdad, etc. La felicidad general, que es el objeto de la sociedad, consiste en el perfecto goce de estos derechos” y "El sistema de gobierno más perfecto es aquél que produce mayor suma de felicidad posible, mayor suma de seguridad social y mayor suma de estabilidad política."
En esta perspectiva no puede haber bien común a menos que las sociedades estén integradas y sean estables (es decir, que haya Cohesión social). En otras palabras: a menos que esos sistemas sociales sean viables en el largo plazo. Pero lo que incrementa esa viabilidad social no necesariamente aumenta la utilidad individual o bienestar de cada individuo.
Así, desde este punto de vista se puede entender el bien común como la suma de las condiciones de la vida social que permiten que los individuos libremente organicen sus vidas. El propósito del Estado (entendido como la sociedad políticamente organizada) sería entonces proveer a los individuos de los medios para que puedan efectivamente llevar a cabo esas elecciones. John Rawls sin embargo introduce una distinción entre "lo bueno", que es crear un mundo material mejor -como quiera que eso se defina- y "lo justo", que crea las condiciones para una sociedad libre y justa, una que permite la persecución de la virtud pero no prescribe el cómo hacerlo o qué es exactamente lo que se desea. Así, el bien común sería el bien que es común a cada ciudadano, el bien de cada uno de los ciudadanos, más que una concepción definida o concreta de lo que constituye el bien para todos y cada uno.

Aspecto filosófico: el bonum commune
Por bien común, en filosofía en general, se entiende aquello que es compartido por todos y de beneficio para todos los miembros de una comunidad (en el sentido de un mejoramiento general, no solo físico o económico), “El bien común abarca el conjunto de aquellas condiciones de la vida social, con las cuales las personas, las familias y las asociaciones pueden lograr con mayor plenitud y facilidad su propia perfección.”
En esta concepción el bien común no es la suma de los bienes de cada uno de los miembros de la sociedad ya que ese bien es indivisible y solo con la colaboración de todos puede ser alcanzado, aumentado y protegido. Afecta a la vida de todos. Exige la prudencia por parte de cada uno, y más aún por la de aquellos que ejercen la autoridad.  Posiciones fuertemente influidas por este punto de vista ha sido incorporado en las constituciones y legislaciones de numerosos países y es muy importante en la posición de la defensa de los derechos de las persronas de la iglesia católica. Por ejemplo, en la Doctrina Social de la Iglesia, a partir de la encíclica Rerum Novarum. En encíclicas posteriores se ha seguido profundizando en su concepto.
Esta percepción deriva de los clásicos griegos (principalmente Platón y Aristóteles) a través de la tradición escolástica, especialmente del trabajo de quien es considerado su más grande representante: Tomás de Aquino, quien reintroduce el tema en su Suma teológica -cuestión 98- cuando al hablar sobre la esencia de la ley afirma que esta: no es más que una prescripción de la razón, en orden al bien común, promulgada por aquel que tiene el cuidado de la comunidad
Así el bien común es también fin común. Algo no necesariamente existente, pero a ser obtenido. En las palabras del poeta griego del siglo V a.c., Píndaro: "llega a ser el que eres". A partir de eso, de Aquino sugiere: constituyéndose la ley ante todo por orden al bien común, cualquier otro precepto sobre un objeto particular no tiene razón de ley sino en cuanto se ordena al bien común. Por tanto, toda ley se ordena al bien común. Parece seguir entonces que sería el deber común o general adecuar la acción de todos y cada uno (por lo menos, dentro de ciertos límites) a la preservación u obtención de ese bien común: “Si toda comunidad humana posee un bien común que la configura en cuanto tal, la realización más completa de este bien común se verifica en la comunidad política”.